Cuando los velódromos eran llegadas habituales en la Vuelta a España

Mucho antes de que el final junto a las murallas se convirtiera en un clásico en la etapa de la Vuelta a España de Avila -con la exhibición del llorado Frank Vandenbroucke en 1999 aún en nuestras retinas- todos recordamos aquel histórico desenlace de la edición de 1983, cuando Bernard Hinault, en las carreteras abulenses, asestaba un mazazo a las aspiraciones de Julián Gorospe -y de todo el ciclismo español- de conquistar aquella edición.

La etapa finalizó en el velódromo Adolfo Suárez de la capital abulense, un recinto que ya no existe, puesto que fue demolido para ampliar el estadio de futbol, aunque hasta hace poco -no sé si aún- quedaban algunos restos de lo que fueron los peraltes. No fue la única etapa que terminó en ese escenario.

Foto: Pesarrodona dando la vuelta de honor en Anoeta. Pinterest
De todas formas, si tenemos que asociar la Vuelta a España con algún velódromo, es con el donostiarra Anoeta, que albergó el final de la Vuelta a España entre 1972 y 1978, según recordaba hace algunos años Txomin Perurena en las páginas del Diario Vasco, “gracias a que el velódromo permitía cobrar entrada. Las gradas se llenaban hasta los topes y la recaudación solía ser importante”.

Pero antes de esos años, la Vuelta había terminado en San Sebastián en un velódromo levantado para la ocasión, en Atocha. Y es que en, 1960, y de nuevo lo encontramos en Diario Vasco, el entonces estadio de la Real Sociedad fue escenario del final de la decimotercera etapa de la Vuelta, procedente de Logroño, y que ganaría ni más ni menos que Federico Martín Bahamontes. Claro que el escenario no se había montado solamente por la Vuelta, sino para permitir una reunión vespertina de pista con la presencia del entonces todavía bicampeón del mundo Guillermo Timoner.

No fue ni mucho menos el único estado de fútbol que se convirtió en velódromo para acoger a la Vuelta a España. En este interesante post de la SD Eibar se recuerda cuando ‘Ipurua se llenaba para ver ciclismo en un velódromo portátil prestado’, en los años 60, destacándose, en lo que a la Vuelta se refiere, cuando en 1963 se vistió de gala para ser final de la sexta etapa, que había comenzado en Bilbao, y que se adjudicaba el francés Guy Ignolin.

Dos años antes, el estadio valenciano de Mestalla también había habilitado un velódromo sobre su césped, sobre el que se imponía el también valenciano Angelino Soler, a la postre vencedor de aquella edición.

No me consta ninguna llegada similar en Cataluña, pese a que la Volta visitó Horta en los ochenta, con triunfo de Jean Claude Bagot. Pero el menos velódromo de todos los velódromos españoles, el de Torrelavega, sí ha acogido a menos el final de dos etapas contrarreloj en la ronda española: en 1973, con triunfo de Eddy Merckx, en el segundo sector de la decimoquinta etapa, y en 2018, en la decimosexta jornada que se llevaba Rohan Dennis. Y en Asturias, algunas de las metas de Gijón se instalaron en el velódromo de Las Mestas, por ejemplo, en 1976, saldando al sprint una larga jornada de 249 kilómetros desde Palencia, o en 1980, cuando Jesús López Carril rendía homenaje, con una larga escapada en la etapa que les traía desde Santander, a su hermano Vicente, fallecido unos pocos meses antes en una pachanga en la playa.

 

La Vuelta a España ha hecho algún guiño más a los campos de fútbol, destacando ese final contrarreloj de la ronda en el Santiago Bernabeu en 2002, completamente lleno debido a las invitaciones repartidas, pero no exento de problemas de organización, aunque sin nada que se pareciese ni de lejos a un velódromo, o la salida hace dos años de la decimotercera etapa de un San Mamés con las gradas vacías, con los ciclistas tímidamente rodando por el césped, pero fuera del terreno de juego. 

Eso sí, los años dorados de matrimonio entre Vuelta y velódromos parecen definitivamente haber pasado, lo mismo que ha sucedido en numerosas carreras, incluyendo el Tour que terminó en velódromos -Parque de los Príncipes y Vincennes- hasta 1974. Hoy en día, el romance carretera-pista sólo se mantiene en una carrera tan poco 'pistera' como la París-Roubaix.

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