'Paris era una fiesta': Los mejores párrafos sobre un velódromo en la autobiografía de Ernest Hemingway, para desearos lo mejor para 2022

‘Paris era una Fiesta’ es una autobiografía póstuma de Ernest Hemingway que recoge los días que vivió en París con su primera mujer, en los años veinte del siglo XX, donde eran “muy pobres, pero muy felices”, intentando ganarse la vida, sobre todo como escritos de cuentos y donde el norteamericano descubrió, un poco por casualidad y para salirse de las apuestas hípicas, el ciclismo en pista, una novedad que le fascinó.

En sus páginas cuenta como “he empezado muchas veces a escribir un cuento sobre carreras de bicicletas, pero nunca me ha salido ninguno que fuera tan bueno como son las carreras, las de velódromo cubierto o al aire libre tanto como las de carretera”, manifestando su obsesión por “escribir sobre el extraño mundo de las carreras de seis días”, y se justificaba porque “el francés es la única lengua en que se ha escrito bien sobre esto y los términos son todos franceses, y por eso es difícil escribir en otra lengua”.

Six-day race, de  Max Oppenheimer (1929).
Una obra coetanea a la narración de Hemingway.

Hemingway no llegó a escribir ese cuento -o puede que estuviera entre los manuscritos dentro de la maleta que le robaron a su mujer-, pero sí algunos bellos párrafos en dicho libro que, casi un siglo después, describen como pocos han hecho, lo que es la magia de los velódromos. Aunque sea en inglés, la que se ha convertido en la nueva lengua del ciclismo en pista, hablando del “Vélodrome d’Hiver con su luz que atravesaba capas y capas de humo, con la pista de madera y sus empinados virajes, y el zumbido de los tubulares sobre la madera cuando pasaban los ciclistas, y el esfuerzo y las tácticas y los corredores desviándose arriba o abajo en la pista, convertidos en una parte de sus máquinas”, aunque ya se haya dejado de fumar en los recintos cerrados.

“Lograré meter la impresión fantástica del medio fondo, el ruido de las motos de los entrenadores con sus rodillos, y los entrenadores con sus pesados cascos y sus teatrales trajes de cuero”, narraba, aunque esa disciplina ya sea residual, sustituida por otras igualmente espectaculares y en las que siempre se mantendrá aquello de que “de pronto un hombre que no podía sostener la velocidad y se descomponía, y se le veía chocar brutalmente contra la sólida muralla de aire de la que hasta entonces había estado separado”.

Hemingway se admira que “había tantas clases de carreras. Los sprints por eliminatorias hasta llegar a la carrera final, en los que los dos corredores retenían durante largos segundos su velocidad, cada cual esperando que el otro guiara el sprint y así obtener un abrigo inicial, y luego las vueltas a medio paso hasta la zambullida final en la fascinadora pureza de la velocidad. Había los programas de carreras a la americana, con sus series de sprints que llenaban la tarde. Había las hazañas de velocidad absoluta, cuando un hombre corría solitario durante una hora contra el reloj, y había las terriblemente peligrosas y hermosas carreras de cien kilómetros en los grandes peraltes de madera de la pista de quinientos metros del Stade Buffalo, el velódromo al aire libre en Montrouge donde se hacían las carreras tras moto”.

Puede que el ciclismo en pista haya cambiado mucho más que su idioma en este siglo largo de existencia. Puede que la espectacularidad ya no radique en el ruido de las motos, en los eternos ‘surplaces’, en las cada vez más breves distancias cronometradas. Puede -estoy seguro- que este deporte agradezca nuevas fórmulas más imaginativas, pero que buscan un atractivo tan multitudinario como el que tuvo el ciclismo en el Vélodrome d’Hiver o en el Stade Buffalo.

Para todos aquellos que hemos vibrado, vibramos y vibraremos con este deporte, mis mejores deseos para 2022, aunque sean transmitidos desde estos párrafos de Ernest Hemingway.

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